¿Por qué Argentina fue el último país en amar a Messi? Leo, Maradona y una manera única de vivir el fútbol

12-18-2022
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Dylan Drake / Ilustraciones SN

Al fútbol, se sabe, lo inventaron los ingleses; al menos, al deporte como tal, con la mayoría de sus reglas. Al fútbol lo han jugado como nadie los brasileños; en el césped, en la arena, en el asfalto, donde fuere. Y en el fútbol han ganado, (casi) siempre, los alemanes. ¿Cómo se explica, entonces, que los dos mejores futbolistas de todos los tiempos sean argentinos?

Me van a tener que disculpar (empezando por el propio Eduardo Sacheri, por la utilización de su legendaria frase en un texto de bastante poco menos vuelo) por esa atribución. Por la falta de apertura hacia el debate que encierra esa pregunta retórica.

Porque durante este mes en las mañanas y tardes argentinas, en las tardes y noches qataríes, en las madrugadas de tantas otras latitudes del mundo, se acabaron las discusiones.

Para buena parte del mundo ya era así. Menos, quizá, para nosotros. Para nosotros (para muchos de nosotros, tampoco vamos a generalizar) uno parecía ser menos que el otro. ¿Por qué?, se preguntarán fronteras afuera. ¿Cómo puede ser posible que Lionel Messi estuviera "por debajo" de Diego Maradona? Desde lo estadístico, insostenible. ¿Desde lo subjetivo? Posiblemente también. No tengo (no tenemos) una explicación racional. Es que el fútbol, en estas tierras, no es racional.

Para nosotros, Maradona fue el más grande porque fue un pobre como millones de nosotros que mostró que era posible llegar adonde no podía ninguno (pobre o rico) de nosotros. Porque en épocas de posguerra, posdictadura y sinuosos caminos a una -otra- debacle económica (créame que en mi país sabemos algo de eso), Maradona sembró las flores de la alegría en un suelo castigado. Maradona solo, sin más armas que un 10 en la camiseta, vengó una guerra por nosotros. Sí, entendemos que le suene ridículo. Cuando nosotros lo razonamos, también nos suena ridículo. Es que, le explico, el fútbol -y lo que nos pasa con él-, en estas tierras, no es racional.

Maradona le dio felicidad a los que nada tenían, le devolvió una sonrisa a los soldados que volvieron de Malvinas con el alma rota y el cuerpo lastimado, les mostró un camino a los que nunca tuvieron, ni tendrían, ni van a tener oportunidades. Les hizo creer.

Maradona probó que era también de carne y hueso, que era humano, que era endeble, que podía convertir su vida en un desastre hasta el punto de llevarla al mismo infierno y salir de esas mismísimas tinieblas en camilla. Era imperfecto, era puro, era transparente, con sus coherencias y sus contradicciones, con sus aciertos y sus errores. Lo convertimos en Dios y nunca dejó de ser uno de nosotros.

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¿Pero por qué tanto hablar de Maradona si el hoy es de Messi? Primero, porque esto se trata de los dos. Y porque no habría uno sin el otro. Así como no se puede explicar a los hijos sin los padres, a los alumnos sin los maestros, a las obras sin los artistas. El mañana, además, será de los dos.

Durante años quisimos, injustamente, que ese pibe rosarino que se había casi criado en España fuera Maradona. Lo quisimos tanto que ni siquiera nos dimos cuenta de que lo iba superando. O no lo quisimos ver. Tuvimos miedo, tal vez, de reemplazar a uno con el otro. ¿Cómo le íbamos a hacer eso al Diego? Cuando, en realidad, no habría habido traición alguna. ¿O acaso no somos polígamos de idolatrías en nuestros clubes? Suena increíble que no nos hayamos permitido lo mismo en la Selección. Quizá lo entendimos demasiado tarde. O quizá simplemente el vínculo construido con el Pibe de Oro era demasiado fuerte para animarnos a enamorarnos otra vez.

¿Por qué no es conmigo como es con él? A Messi se lo señalábamos: una cosa en el Barcelona, otra en la Selección. Como si nos lo debiera. Es que sí, en nuestra falta de racionalidad hacemos eso. ¡Y el petiso es tan buenazo que asumió esa deuda! Pero es tan gigantesco que así, también, la saldó. En su quinto Mundial. Porque eso también es Messi: un tipo al que desaprovechamos durante casi una década y media los argentinos, dentro y fuera de la cancha (gloria y loor a estos otros 25 jugadores que lo idolatran y lo defendieron y lo interpretaron como nadie jamás), y tuvo tanta vigencia que nos respondió casi sobre el final de su recorrido, imponiéndose a esos jóvenes cyborgs que quieren presumir de disputarle el reinado. Al menos, cinco Mundiales, un título que no se conseguía hacía casi 30 años y casi 100 goles después, lo abrazamos para siempre. Como hacen desde hace 15 años los chicos, esos que nunca mienten, pocas veces se equivocan y siempre nos enseñan, aunque no siempre sepamos aprender de ellos.

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Que quede claro: no estamos bien. No lo estábamos, no lo estamos hoy (aunque desbordemos de felicidad) y no lo estaremos mañana. Lo sabemos. Porque no hay nada de racional en esto, se insiste. Dentro de 10, 20 o 30 años estaremos esperando que surja otro, aunque volvamos a decirnos (como lo decíamos después del Diego) que no habrá ninguno igual. Así como no lo estuvimos para Leo, no estaremos preparados para uno mejor. Y si aparece uno con el suficiente talento y la suficiente cabeza como para bancárselo (cierre los ojos 30 segundos y piense todo lo que ha aguantado Messi gratuitamente y cuántos mortales podrían tolerarlo), ahí estaremos, también, posiblemente listos para levantar el dedo acusador una vez más vaya a saber uno con qué autoridad: "Este, a Messi, no le llega ni a los tobillos"; "para ser como Messi le falta ganar el Mundial, hacerle un gol a los ingleses, golear a los italianos en Wembley, firmar un tratado de paz entre Rusia y Ucrania". No tenemos cura con el fútbol.

Porque el fútbol, para nosotros, no es racional. Aunque no lo hayamos inventado, aunque no seamos los mejores jugándolo, aunque no lo ganemos siempre, aunque nuestras organizaciones sean un barco a la deriva. ¿Sabe qué pasa? Quizá en este mes recibió las pistas con los videos virales. Lo que pasa con nosotros, los argentinos, y el fútbol es que lo sentimos más que todos. Lo sentimos como lo sintió Maradona. Lo sentimos como lo siente Messi.

Es una paradoja, por supuesto: la falta de razón a la hora de vivir este deporte es la razón principal por la que dos pibes nacidos en el mismo suelo (este suelo), entre los miles de millones de personas que vieron la luz en esta Tierra, son los más grandes futbolistas de la historia. Por supuesto, también es la razón para que tantos otros millones los sigan a diario, logrando que esta tierra fértil jamás agote sus recursos aunque a veces parezca que más temprano que tarde el agua se secará. Esa falta de razón es la razón para que Argentina sea, también, otra vez campeón mundial.